sábado, 19 de enero de 2013

ANEXO 6: CEREMONIAS TERMINALES

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CEREMONIAS TERMINALES

La terapéutica alcanza su apogeo en la danza de la muerte en torno al paciente terminal. 186 A un costo que varía entre 500 y 2 000 dólares diarios, 187 celebrantes vestidos de blanco y azul envuelven en olores antisépticos lo que queda del paciente. 188 Mientras más exóticos sean el incienso y la pira, más la muerte se mofa del sacerdote.189 El uso religioso de la técnica médica ha llegado a prevalecer sobre su propósito técnico, y la frontera entre el médico y el empresario mortuorio se ha borrado.190 Las camas están llenas de cuerpos ni muertos ni vivos. 191 El médico conjurador se percibe a sí mismo como un administrador de crisis.192 En forma insidiosa provee a cada ciudadano en su última hora un encuentro con el opaco sueño de poder infinito de la sociedad.193 Como cualquier administrador de crisis bancarias, estatales o psiquiátricas planea estrategias que se derrotan a sí mismas y ordena recursos que, en su inutilidad y futileza, parecen tanto más grotescos. En el último momento, promete a cada paciente ese derecho a la prioridad absoluta del que la mayoría de la gente se considera indigna.
La ritualización de la crisis, rasgo general de una sociedad morbosa, consigue tres cosas para el funcionario médico. Le provee una licencia que por lo común sólo los militares pueden reclamar. Bajo la tensión de la crisis, el profesional que se supone al mando puede fácilmente considerarse inmune a las reglas comunes de justicia y decencia. Aquel quien se asigna el control sobre casos de muerte cesa de ser un hombre ordinario. Como ocurre con el director de un 'triage', su acción asesina está cubierta por un reglamento.194 Más importante resulta que todo su desempeño tenga lugar en un aura de crisis.195 Por formar un confín encantado no totalmente de este mundo, el tiempo y el espacio de comunidad reclamados por la empresa médica son tan sagrados como los reclamados por sus contrapartes religiosa y militar. La medicalización de la asistencia terminal no sólo ritualiza sueños macabros sino que extiende la licencia profesional para actos obscenos: la escalada de tratamientos terminales libra al médico de toda necesidad de probar la eficacia técnica de los recursos que maneja.196 No hay límites a su poder de exigir cada vez más y más. Finalmente, la muerte del paciente coloca al médico más allá de todo control y toda crítica potenciales. En la última mirada del paciente y en la perspectiva de toda la vida de los "morituri" no cabe la esperanza, sólo la última expectativa del médico. 197 La orientación de cualquier institución hacia la "crisis" justifica una enorme ineficacia ordinaria.198
La muerte de hospital es ya endémica.199 En los últimos 25 años el porcentaje de norteamericanos que mueren en un hospital ha crecido en una tercera parte.200 El porcentaje de muertes de hospital en otros países ha crecido aún más rápido. La muerte sin presencia médica se hace sinónimo de terquedad romántica, privilegio o desastre. El costo de los últimos días de un ciudadano ha crecido, según se calcula, en un 1200%, mucho más aprisa que el costo general de la asistencia a la salud. Simultáneamente, al menos en los Estados Unidos, los costos funerales se han estabilizado; su ritmo de crecimiento se ha emparejado con el alza del índice general de precios al consumidor. La fase más elaborada de las ceremonias terminales rodea ahora al paciente moribundo y ha sido separada, bajo control médico, de las exequias y del entierro. En este traslado del despilfarro de la tumba al pabellón médico, que refleja el horror de morir sin asistencia médica,201 los asegurados pagan por participar en sus propios ritos fúnebres.202
El miedo a la muerte no medicada fue sentido por vez primera entre las élites del siglo XVIII, quienes rehusaron la asistencia religiosa y rechazaron la creencia en otra vida. 203 Una nueva oleada de este medio ha anegado ahora a ricos y pobres, y se ha combinado con el pathos igualitario para crear una nueva categoría de bienes: aquellos que escasean "terminalmente" porque son expropiados por el médico en cámaras mortuorias de alto costo. Para distribuir estos bienes, ha surgido una nueva rama de literatura legal 204 y ética que trata las cuestiones de cómo excluir a algunos, seleccionar a otros y justificar la elección de técnicas que prolongan la vida y de maneras de hacer a la muerte más cómoda y aceptable.205 Tomada en conjunto, esta literatura narra una historia notable acerca de la mente del jurista y el filósofo contemporáneos. La mayor parte de los autores ni siquiera preguntan si las técnicas que sustentan sus especulaciones han demostrado realmente prolongar la vida. Ingenuamente aceptan la ilusión de que, por ser costosos, los rituales practicados deben ser útiles. En tal forma la ley y la ética apuntalan la creencia en el valor de los reglamentos que regulan la igualdad médica, políticamente inocua, en el momento de la muerte.
El moderno temor a la muerte no higiénica hace que la vida aparezca como una carrera hacia la embrollada terminal y ha quebrantado en forma única la confianza personal.206 Ha fomentado la creencia de que el hombre de hoy ha perdido la autonomía de reconocer cuando ha llegado su hora y tomar la muerte en sus propias manos. 207 El rechazo del médico a reconocer el punto en el que ha dejado de ser útil como curandero208 y a retirarse cuando la muerte se nuestra en el rostro de su paciente,209 ha hecho de él un agente de la evasión o del disimulo descarado.210 La falta de voluntad del paciente para morir a solas lo ata a una dependencia patética. Ha perdido ya la fe en su habilidad para morir, forma terminal que la salud puede adoptar, y ha convertido en importante tema de debate el derecho a que lo maten profesionalmente.211

En una orientación cultural hacia la muerte en los pabellones se entretejen varias expectativas no examinadas. La gente piensa que la hospitalización reducirá su dolor o que probablemente vivirá más tiempo en el hospital. Ninguna de estas cosas es cierta. De los admitidos en una condición terminal en la clínica británica promedio, el 10% mueren el día de su llegada, el 30% antes de una semana, el 75% antes de un mes y el 97% antes de tres meses.212 En los hogares para asistencia terminal, el 56% mueren en el curso de la semana en que ingresan. En el cáncer terminal, no existe diferencia en la expectativa de vida entre aquellos que fallecen en su casa y aquellos que mueren en el hospital. Sólo una cuarta parte de los pacientes de cáncer terminal necesitan cuidados especiales en la casa, y eso únicamente durante sus últimas semanas. Para más de la mitad, el sufrimiento se reducirá a sentirse débiles e incómodos, y el dolor que haya puede por lo general aliviarse.213 Pero al quedarse en casa evitan el exilio, la soledad y las indignidades que los aguardan en todo hospital, salvo casos excepcionales.214 Los negros pobres en Estados Unidos parecen saber esto y perturban la rutina hospitalaria llevándose su muerte a casa. Los opiáceos no se obtienen sin receta. Los pacientes que durante meses o años sufren agudos dolores que los narcóticos podrían hacer tolerables, tienen igual probabilidad de que les nieguen medicamentos en el hospital como en la casa, no sea que vayan a crearse un hábito en su condición incurable pero no directamente fatal.215 Finalmente, la gente cree que la hospitalización aumenta sus probabilidades de sobrevivir a una crísis. Con algunas excepciones bien definidas, también en este punto suele equivocarse. Actualmente, a causa de que la intervención crítica se centra en el hospital, mueren más personas de las que podrían salvarse con las técnicas superiores que el hospital ofrece. En los países pobres el número de niños muertos de cólera o diarrea ha aumentado en los últimos años porque no se les rehidrató a tiempo obligándolos a tragar una solución sencilla: la asistencia estaba centrada en la refinada rehidratación intravenosa en un hospital distante.216 En los países ricos las muertes causadas por el uso de equipos de evacuación empiezan a equilibrar el número de vidas así salvadas. El "culto" al hospital no guarda relación alguna con sus logros.
Como cualquier otra industria en crecimiento, el sistema de salud dirige sus productos a donde la demanda parece ilimitada: en la defensa contra la muerte. Un porcentaje creciente de fondos procedentes de nuevos impuestos se asigna a la tecnología que busca prolongar la vida de los pacientes terminales. Complejas burocracias seleccionan santurronamente uno de cada seis o uno de cada tres norteamericanos amenazados por insuficiencia renal para mantenimiento dialítico. El paciente elegido se ve condicionado a desear el raro privilegio de morir en exquisito tormento.217 Como un médico observa en un re-
lato del tratamiento de su propia enfermedad, hay que invertir mucho tiempo y esfuerzo para prevenir el suicidio en el curso del primer año y a veces en el segundo que el riñón artificial puede agregar a la vida.218 En una sociedad donde la mayoría muere bajo el control de la autoridad pública, las solemnidades que antes rodeaban el homicidio legalizado o la ejecución adornan el pabellón terminal. El suntuoso tratamiento de los comatosos ocupa el sitio que en otras culturas tiene la última comida o cena del sentenciado a muerte.219
La fascinación pública por la asistencia y la muerte altamente tecnológicas puede entenderse como una arraigada necesidad de milagros fabricados. La asistencia intensiva es sólo la culminación de un culto público organizado en torno a un sacerdocio médico que lucha contra la muerte.220 La buena disposición del público para financiar estas actividades expresa un deseo de contar con las funciones no técnicas de la medicina. Las unidades de tratamiento intensivo para cardiacos, por ejemplo, ofrecen una gran vistosidad y ninguna ganancia estadística comprobada para atender a los enfermos. Requieren tres veces el equipo y cinco veces el personal necesario para la atención normal de los pacientes; el 12% de todas las enfermeras tituladas de los Estados Unidos trabaja en esta medicina heroica. La vistosa empresa se sustenta, como las liturgias de antaño, en la extorsión de impuestos, en la solicitación de donativos y en la procura de víctimas. Se han utilizado muestras tomadas al azar, en gran escala, para comparar las tasas de recuperación y mortalidad de los pacientes atendidos en estas unidades con las de pacientes que han recibido tratamiento en casa. Las primeras no han demostrado ventaja alguna hasta ahora. Los propios pacientes que han sufrido infarto cardiaco tienden a expresar su preferencia por atención en el hogar. El hospital les asusta, y en una crisis preferirían estar más cerca de la gente que conocen. Cuidadosas observaciones estadísticas han confirmado su intuición: la más alta mortalidad entre aquellos que reciben el beneficio de la asistencia mécanica en el hospital se adjudica generalmente al terror.221