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IMPERIALISMO DEL DIAGNÓSTICO
En una sociedad medicalizada la influencia de los médicos se extiende no sólo al bolsillo y al botiquín sino también a las categorías en las que se encasilla a la gente. Los burócratas médicos subdividen a las personas en aquellas que pueden guiar un automóvil, aquellas que pueden faltar al trabajo, aquellas a quienes hay que encerrar, aquellas que pueden servir en el ejército, aquellas que pueden cruzar fronteras, cocinar, o practicar la prostitución129 aquellas que no pueden optar a la vicepresidencia de los Estados Unidos, aquellas que están muertas,130 aquellas que son competentes para cometer un crimen y aquellas que podrían cometerlo. El 5 de noviembre de 1766, la Emperatriz María Teresa proclamó un edicto donde requería que el médico de la corte certificara la idoneidad de los acusados para sufrir tortura, con el fin de asegurar un testimonio saludable, es decir, "exacto"; ésa fue una de las primeras leyes que establecieron la certificación médica obligatoria. Desde entonces, el llenar formas y firmar declaraciones ha ido ocupando cada vez más tiempo médico.131 Cada tipo de certificado otorga al recipiente un status especial basado en la opinión médica más que cívica.132 Al usarse fuera del proceso terapéutico, dicho status medicalizado logra dos cosas evidentes: (1) exceptúa al recipiente del trabajo, la prisión, el servicio militar o el lazo matrimonial, y (2) da a otros el derecho de interferir en la libertad del recipiente metiéndolo en una institución o negándole empleo. Además, la proliferación de certificados médicos puede investir a la escuela, al empleo y a la política con oportunidades de ejercer nuevas funciones terapéuticas. En una sociedad donde la mayoría de la gente sufre una desviación certificada, el ambiente para tal mayoría desviada llegará a parecer un hospital. Pasar la vida en un hospital es obviamente malo para la salud.
Una vez organizada una sociedad de tal modo que la medicina puede transformar a las personas en pacientes porque son nonatos, recién nacidos, menopáusicos o se hallan en alguna otra "edad de riesgo", la población pierde inevitablemente parte de su autonomía, que pasa a manos de sus curanderos. La ritualización de las etapas de la vida no es nada nuevo;133 lo nuevo es su intensa medicalización. El hechicero o curandero -que se opone al brujo malévolo- dramatizaba el progreso que un miembro de la tribu de los Azandé realizaba de una etapa de su salud a la siguiente.134 La experiencia puede haber sido dolorosa,135 pero el rito era breve y servía a la sociedad destacando sus propios poderes regenerativos.136 La supervisión médica a lo largo de toda la vida es otra cosa. Convierte la existencia en una serie de períodos de riesgo, cada uno de los cuales requiere un tutelaje especial. De la cuna a la oficina y del Club Mediterranée al pabellón de moribundos, cada cohorte cronológica se halla condicionada por un medio que define la salud para aquellos a quienes segrega. La burocracia higiénica detiene a los padres frente a la escuela y al menor frente a la corte, y expulsa del hogar al anciano. Al convertirse en un sitio especializado, la escuela, el trabajo o el hogar se vuelven inadecuados para la mayoría de la gente. El hospital, la catedral moderna, domina este hierático ambiente de devotos de la salud. De Estocolmo a Wichita las torres del centro médico imprimen en el paisaje la promesa de un conspicuo abrazo final. La vida del pobre y del rico se transforma en un peregrinaje a través de chequeos y de clínicas, de regreso hacia el pabellón donde comenzó.137 Así la vida se reduce a un "lapso", a un fenómeno estadístico que, para bien o para mal, ha de planearse y configurarse institucionalmente. Este lapso de vida se inicia con el chequeo prenatal, cuando el médico decide si el feto nacerá y cómo habrá de hacerlo, y termina con una señal en un diagrama para ordenar que la resurrección se suspenda. Entre el parto y el final, este paquete de asistencia biomédica se ajusta mejor en una ciudad construida como matriz mecánica. En cada etapa de su vida la gente es inhabilitada específicamente para su edad. Los viejos son el ejemplo más obvio: son víctimas de tratamientos calculados para una condición incurable.138
La carga principal de los padecimientos humanos está constituida por enfermedades agudas o benignas, que poseen sus propios límites o que se controlan por unas cuantas docenas de intervenciones rutinarias.139 Dentro de una amplia gama de afecciones, aquellas que reciben menos tratamiento son probablemente las que evolucionan mejor. "Para el enfermo -dijo Hipócrates-, lo menos es lo mejor." En la mayoría de los casos, lo mejor que puede hacer un médico docto y consciente es convencer al paciente de que puede vivir con su impedimento, tranquilizarlo con la idea de una eventual recuperación o que habrá morfina disponible cuando la necesite, hacer por él lo que su abuela hubiera hecho, y dejar el resto en manos de la naturaleza.140 Los nuevos trucos de aplicación frecuente son tan simples que la última generación de abuelas los habría aprendido tiempo atrás si la arrogante mistificación médica no las hubiera vuelto incompetentes. El entrenamiento de los niños exploradores, las leyes del Buen Samaritano y la obligación de llevar en cada automóvil un equipo de primeros auxilios evitarían más muertes en las carreteras que cualquier flotilla de helicópteros- ambulancia. Aquellas otras intervenciones que forman parte de la asistencia elemental y que, aún requiriendo la intervención de especialistas, han probado su eficacia sobre una base demográfica, pueden emplearse más eficientemente si mi vecino o yo nos sentimos responsables de saber cuándo se necesitan y de aplicar los primeros auxilios. En cuanto a la enfermedad aguda, el tratamiento, lo bastante complejo para requerir un especialista, es a menudo ineficaz y mucho más a menudo inaccesible o bien demasiado tardío. Tras veinte años de medicina socializada en Inglaterra y Gales, los doctores llegan a atender los casos de coronaria, por término medio, cuatro horas después de iniciarse los síntomas, y para entonces el 50% de los pacientes han muerto.141
El hecho de que la medicina moderna haya adquirido gran eficacia para síntomas específicos no significa que sea más beneficiosa para la salud del enfermo.
Con ciertas reservas, los severos límites del tratamiento médico eficaz se aplican no sólo a condiciones que desde hace tiempo fueron reconocidas como enfermedades -reumatismo, apendicitis, falla cardiaca, males degenerativos y muchos padecimientos infecciosos- sino en forma aún más drástica a aquellas que sólo en fecha reciente generaron demandas de asistencia médica. Por ejemplo, la vejez, que en diversas instancias era considerada un privilegio dudoso o un final patético pero nunca una enfermedad,142 ha sido puesta recientemente bajo las órdenes médicas. La demanda de asistencia a la vejez ha aumentado, no sólo porque hay más ancianos que sobreviven, sino también porque hay más gente que exige ser curada de la ancianidad.
La duración máxima de la vida no ha cambiado, pero sí la duración media. La expectativa de vida en el instante del nacimiento ha aumentado enormemente. Sobreviven muchos más niños, no importa cuán enfermizos sean y necesitados de un ambiente especial y de cuidados especiales. La expectativa de vida de los adultos jóvenes todavía está creciendo en algunos países pobres. Pero en los países ricos la expectativa de vida de quienes se hallan entre los quince y los cuarenta y cinco años ha tendido a estabilizarse porque los accidentes143 y las nuevas enfermedades de la civilización matan tantos como los que antes sucumbían a la neumonía y a otras infecciones. Hay relativamente más ancianos, cada vez más susceptibles de estar enfermos, desplazados e indefensos. Por más medicina que tomen, y cualquiera que sea la asistencia que reciban, su expectativa de vida de sesenta y cinco años ha permanecido inalterada a lo largo de un siglo. Sencillamente, la medicina no puede hacer mucho por las enfermedades asociadas a la vejez, y menos aún actuar sobre el proceso mismo de envejecer.144 No puede curar los padecimientos cardiovasculares, la mayoría de los cánceres, la artritis, la cirrosis avanzada, ni siquiera el catarro común. Es una fortuna que pueda atenuarse algo del dolor que sufren los viejos. Pero desdichadamente la mayoría de los tratamientos para los ancianos que requieren intervención especializada no sólo suelen acrecentar su dolor, sino que, cuando son eficaces, también lo prolongan.145
La vejez se ha medicalizado precisamente en el momento histórico en que, por razones demográficas, se convierte en un fenómeno más común: el 28% del presupuesto médico norteamericano se gasta en el 10% de la población que tiene más de 65 años. Esta minoría supera en crecimiento al resto de la población con un índice anual de 3%, mientras que el costo per capita de su atención se eleva a razón de 5 a 7% más rápidamente que el costo per capita de la asistencia general. Conforme más y más gente de edad adquiere derecho a la asistencia profesional, declinan las oportunidades de envejecer con independencia.
Son más los que tienen que buscar refugio en las instituciones. Simultáneamente, conforme un número mayor de ancianos son iniciados en un tratamiento para corregir impedimentos incorregibles o para curar enfermedades incurables, el número de demandas insatisfechas de servicios para la vejez crece en proporción geométrica.146 Si falla la vista de una anciana, su malestar no será reconocido a menos que ingrese en la "institución para la ceguera": una de las 800 y tantas agencias que en los Estados Unidos producen servicios para los ciegos, preferiblemente para los jóvenes y para aquellos que pueden ser rehabilitados para el trabajo.147 Como no es joven ni está en edad de trabajar, nuestra anciana recibirá apenas una bienvenida a regañadientes; al mismo tiempo, tendrá dificultades para adaptarse al hospicio de ancianos. En tal forma será medicalizada marginalmente por dos tipos de instituciones, el primero destinado a socializarla entre los ciegos, el otro a medicalizar su decrepitud.
Conforme más viejos llegan a depender de los servicios profesionales, más gente es empujada hacia instituciones especializadas para los ancianos, y la vecindad familiar se hace crecientemente inhóspita para quienes se aferran a ella.148 Estas instituciones parecen ser la estrategia contemporánea para disponer de los ancianos, que en casi todas las otras sociedades han sido institucionalizados en formas más francas y tal vez menos abominables.149 El índice de mortalidad durante el primer año de institucionalización es significativamente más alto que el correspondiente a aquellos que permanecen en su ámbito habitual.150 La separación del hogar contribuye al surgimiento y al desenlace fatal de muchas enfermedades graves.151 Algunos ancianos buscan la institucionalización con el fin de acortar su vida.152 La dependencia es siempre dolorosa, y sobre todo para los viejos. Los privilegios o la pobreza de la vida alcanzan un clímax en la vejez moderna. Sólo los muy ricos y los muy independientes pueden escoger evitar esa medicalización del periodo final a la que los pobres deben someterse y que se hace más intensa y universal conforme la sociedad en que vive se hace más rica.153
La transformación de la vejez en una condición que requiere servicios profesionales ha adjudicado al anciano el papel de una minoría que se sentirá penosamente despojada en cualquier plano de privilegio relativo sostenido por los impuestos. De ser ancianos débiles que a veces sufren la amargura y el desencanto del relegamiento, se les convierte en miembros certificados del más triste de los grupos de consumidores, el de los viejos programados para nunca recibir lo suficiente.154 Lo que el encasillamiento médico ha hecho con el final de la vida, lo ha hecho igualmente con su principio. Igual que el poder del médico se afirmó en primera instancia sobre la vejez y a la larga invadió la jubilación temprana y el climaterio, su autoridad en la sala de partos, que data de mediados del siglo XIX, se extendió a la guardería infantil, al jardín de niños y al salón de clases y medicalizó la infancia, la niñez y la pubertad. Pero mientras que la defensa de límites a la escalada de asistencia costosa para los ancianos se ha vuelto aceptable, los límites a las llamadas inversiones médicas en la niñez son todavía un tema que parece tabú. Los padres industriales, forzados a procrear mano de obra para un mundo en el que no encaja nadie que no haya sido aplastado y moldeado por 16 años de educación formal, se sienten impotentes para atender personalmente a su prole y, desesperados, la anegan de medicinas.155 Las proposiciones de reducir los gastos médicos en los Estados Unidos, que actualmente ocupan un nivel aproximado de 100 mil millones de dólares, al nivel de 10 mil millones que tenían en 1950, o de cerrar las escuelas de medicina en Colombia, nunca generan controversia porque quienes las hacen son rápidamente desacreditados como insensibles proponentes del infanticidio o de la exterminación masiva de los pobres. La actitud empresarial hacia la elaboración de adultos económicamente productivos ha hecho de la muerte en la infancia un escándalo, de la incapacitación por enfermedad temprana una verguenza pública, de la malformación congénita no corregida un espectáculo intolerable, y de la posibilidad del control natal eugenésico un tema favorito de los congresos internacionales en los años setenta.
En cuanto a la mortalidad infantil, ciertamente se ha reducido. La expectativa de vida en los países desarrollados ha aumentado de 35 años en el siglo XVIII a 70 años en la actualidad. Esto se debe principalmente a la reducción de la mortalidad infantil en dichos países; por ejemplo, en Inglaterra y Gales el número de muertes infantiles por cada mil nacidos con vida declinó de 154 en 1840 a 22 en 1960. Pero sería enteramente incorrecto atribuir más de una de esas vidas "salvadas" a una intervención curativa que presuponga algo semejante a una preparación médica, y sería un engaño atribuir el índice de mortalidad infantil en los países pobres, que en algunos casos es 10 veces mayor que en los Estados Unidos, a la falta de médicos. Los alimentos la antisepsia, la ingeniería civil y, sobre todo, un nuevo, y extendido disvalor atribuido a la muerte de un niño,156 por más débil o malformado que sea, resultan factores mucho más significativos y representan cambios sólo remotamente relacionados con la intervención médica. Mientras que en mortalidad infantil total los Estados Unidos ocupan el decimoséptimo lugar entre las naciones, la mortalidad de niños entre los pobres es mucho más alta que entre los grupos de mayores ingresos. En la ciudad de Nueva York, la mortalidad infantil entre la población negra es más de 2 veces la registrada para la población en general, y probablemente más alta que en muchas zonas subdesarrolladas como Tailandia y Jamaica 157 La insistencia en que se necesitan más médicos para impedir la muerte de infantes puede así entenderse como una manera de evitar la igualación de ingresos y de crear al mismo tiempo más trabajos para profesionistas. Sería igualmente aventurado afirmar que en el ambiente general los cambios que sí tienen una relación causal con la presencia de los médicos representan un balance positivo para la salud. Aunque los médicos fueron los pioneros dé la antisepsia, la inmunización y los suplementos dietéticos, participaron, sin embargo, en el cambio al biberón que convirtió al tradicional niño de pecho en un bebé moderno y dio a la industria madres trabajadoras clientes para una fórmula hecha en fábricas.
Los daños que este cambio ocasiona a los mecanismos de inmunidad natural cultivados por la leche humana y la tensión física y emotiva causada por la alimentación con biberón son comparables, si no mayores, a los beneficios que una población puede derivar de inmunizaciones específicas.158 Incluso más grave es la aportación del biberón a la amenaza de una hambruna mundial de proteínas. Por ejemplo, en 1960, el 96% de las madres chilenas daban el pecho a sus niños hasta después del primer año. Luego, durante una década, las chilenas pasaron por un intenso adoctrinamiento político tanto por parte de los derechistas demócratas cristianos como de varios partidos de izquierda. En 1970 sólo el 6% daba el pecho más allá del primer año y el 80% destetaba a sus hijos antes de que cumplieran dos meses. Como resultado, el 84% del potencial de leche humana queda ahora sin producirse. Habría que agregar 32 000 vacas a las ya insuficientes pasturas chilenas para que su leche compensara en lo posible- esta pérdida.159 Al convertirse el biberón en símbolo de prestigio, aparecieron nuevas enfermedades entre los niños a quienes se negó el pecho, y como las madres carecían de sabiduría tradicional para tratar a los bebés que no maman, éstos se convirtieron en nuevos consumidores de la atención médica y de sus riesgos.160 La suma total de impedimentos físicos debidos solamente a esta sustitución de la leche materna por alimentos comerciales para bebés resulta difícil de equilibrar con los beneficios derivados de la intervención médica curativa en las enfermedades infantiles y de la corrección quirúrgica de defectos natales que van desde el labio leporino hasta los defectos cardiacos.
Podría, desde luego, argumentarse que la clasificación médica de grupos de edad según sus necesidades diagnosticadas de artículos de salud no está generando salud morbosa sino sólo está reflejando el quiebre de la familia como nicho saludable, del vecindario como red de buenos amigos, y del medio como refugio de una comunidad de subsistencia. Sin duda es verdad que una percepción social medicalizada refleja una realidad que está determinada por la organización de una producción a base de capital intensivo, y que su correspondiente pauta social de familias nucleares, de agencias de beneficencia y de naturaleza contaminada es lo que degrada el hogar, el vecindario y el ambiente. Pero la medicina no se limita a reflejar la realidad; refuerza y reproduce el proceso que mina los dichos sociales dentro de los cuales se ha desarrollado el nombre. La clasificación médica justifica el imperialismo de los artículos comerciales, como los "baby foods" sobre la leche materna y los hospicios de ancianos sobre un rincón en el hogar. Al convertir al recién nacido en un paciente hospitalizado hasta que se le certifique sano, y al definir las quejas de la abuela como necesidad de tratamiento más que de respeto paciente, la empresa médica no sólo crea una legitimidad biológicamente formulada para el hombre-consumidor sino también nuevas presiones para una escalada de la megamáquina.161 La selección genética de aquellos que encajan en la máquina es el próximo paso lógico del control médicosocial.